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Santa Ana

Ayer fue el día de los abuelos. Yo de mis abuelos he hablado muchísimo y lo seguiré haciendo porque he tenido la suerte de poder disfrutarlos mucho tiempo. Hace años que los echamos de menos y sin embargo siguen estando muy presentes en mi vida. Podéis leer sobre ellos en los posts la casa de mi abuela, la lotería de mi abuelo Pepe, el relato sobre los fatasmikos, el verano era aquello..

Yo no puedo más que dar las gracias una y otra vez.

El día de los abuelos antes no se estilaba; ni el del niño, ni el de los perros… Antes los abuelos era abuelos cada día y los niños niños, y los perros eran menos que perros y apenas algunos recibían nombre y ni de lejos vacunas o mantita de sofá. Antes, el día de los abuelos era el día de mi abuela, porque mi abuela, los que me leen asiduamente ya lo sabrán, se llamaba Ana (acabo de reparar en lo difícil que es hablar en pasado de alguien a quien se ha querido y se quiere tanto).

Santa Ana, 26 de julio, caloraco. Mia abuela sabe que es su santo, y también es el santo de mi tía Ana y de mi prima Anabel. Es un acontecimiento. Hay nervios ya días antes, y mi abuela piensa el menú de almuerzo, no se para qué lo piensa, porque al final el menú es todo lo pensado, lo elegido y lo descartado, como en el capítulo de los Simpson en el que Homer pide la cena “Y de beber albóndigas”.

Ese día hay playa con el abuelo, un lobo de mar no falta a sus obligaciones, saltamos olas, tragamos agua, nos escuece la arena en el culo y a las 13.30 ya vamos para arriba con los muslos en carne viva, los ojos pegados de sal y las tripas de cacharrería.

La abuela está metida en la cocina diminuta. No es un recurso literario, créanme, es una cocina en la que al abrir la puerta choca contra la nevera y la freidora. Una cocina en la que la freidora está sobre el microondas y enfrente de la nevera y entre ellos solo cabe una persona de pie. Una cocina en la que hemos sido felices en sus márgenes, porque dentro era imposible. La mano que roba patatas de la freidora, sentados como pajaritos que esperan su comida al otro lado de la puerta, los ojos que miran el mollete aplastado en la sandwichera, el cuerpo cansado adolescente que al llegar de madrugada encuentra un bizcocho en la encimera. Nunca un espacio tan pequeño logró tan grandes cosas. Mi abuela como parte de esa cocina. De aquel cubículo salía una ensaladilla rusa para 14, un flan gigante, dos kilos de filetes empanados, un pisto para 10 bocas, un bandejón de croquetas del puchero, un bizcocho de manzana, 20 flores de leche, platos de jamón y queso, 8 piezas de leche frita y finalmente ella.

Sentados a la mesa infinita del salón, niños en bañador pero con camiseta (ojo al decoro, que es importante) devorando croquetas como alimañas. Mis padres recién llegados de trabajar, mis primas, mis tíos, mi hermano, mis abuelos y yo. Un jaleo de voces portando filetes de brontosaurio arriba y abajo. Y mi abuela feliz, porque era su santo. Y después los postres (¿Han contado? Al menos 4 o 5 variedades), “¿Y no vas a probar un poquito de flan?” y ya no se podía ni se debía, pero se probaba porque era su santo. Mi abuela es la mejor cocinera que he conocido y como la mayoría de los de su generación cocinaba para acabar con un hambre de posguerra perpetua.

Y acabábamos el almuerzo, todos retirando platos en una cadena hasta la cocina, como ya he explicado, dentro solo cabía una persona haciendo malabares con los enseres. Los adultos sentados en el sofá y las sillas, en el suelo jugábamos los niños con los regalos de mi prima Ana, o los míos, ya que Santa Marta era el día 29 y con frecuencia mis regalos también llegaban el 26. Siestas escalonadas, ahora se duerme mi padre, luego mi abuelo, mi tío… mi abuela no duerme, mi abuela ya está haciendo cafés, y ahora sacará las pastas, y las flores de leche, y las tortas Ramos que le gustan a mi abuelo, y la tableta de chocolate blanco para mi hermano, y los roscos de huevo.

Para mí Santa Ana es una fiesta que celebrar siempre, no creo que fuese casualidad que la mejor abuela del mundo llevase ese nombre, no creo que sea casualidad que su santo haya convertido en el día de todas las abuelas.

Ojalá ande su energía transformada friendo dos kilos de filetes empanaos para una multitud de energías libres, todas flotando en un almuerzo infinito, y espero, en muchos años, volver a compartir mesa y mantel en bañador y despeinados, con los muslos en carne viva y los ojos rojos, espero que la eternidad sea una mesa de julio en la que nunca falte ni sobre nada.

Ojalá la eternidad sea un 26 de julio que crece.

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