La lotería de mi abuelo Pepe
22 de diciembre
En mi familia la navidad siempre se ha vivido intensamente, tengo la inmensa suerte de haberla disfrutado desde el primer día y de seguir disfrutándola aunque el modo cambie con el tiempo, como cambia la vida, como cambian de forma natural las personas y los escenarios. A veces oigo decir que como falta gente ya no se puede celebrar, y sin embargo, yo no dejo de ver a los que se han incorporado. Mis hijos merecen la misma navidad que yo tuve, la suerte de una familia junta y feliz, no solo en navidad, pero también en navidad.
Evidentemente nos faltan. A todos nos faltan. Todos tenemos sillas vacías en casa, sillones majestuosos heredados hechos inexorablemente a la forma de otro cuerpo, de un cuerpo ausente, de su cuerpo.
La navidad en esta época loca de milenials, y alexa, y black friday, de elfos y comprados Santa Claus; la navidad ahora empieza en noviembre, pero antes, cuando ese sillón tenía dueño legítimo, antes, la navidad empezaba hoy.
Mi abuelo Pepe compraba varios décimos de lotería, era el único juego permitido y solo con la dispensa de las fiestas, ya que nunca, ni antes ni después de navidad, había ningún tipo de apuesta en esa casa. Mi abuelo, que era un hombre de números, un hombre analítico era también un animal social, “alternaba” con unos y otros y tenía numerosos “compromisos” por lo que el día 22 se sentaba temprano con un planto hondo lleno de aceite y un mollete que desmigaba paciente en el plato rodeado de billetes de lotería. Algunos elegidos, otros regalados, otros comprometidos, otros obligados, algunos porque le recordaban algo, otros porque ayudarían a olvidar, los de la cofradía del barrio, los que jugaban en el banco, el que compró a última hora, el que comparte con un amigo… La mesa cubierta de migas pan y de suerte. Los números apuntados con letra firme y barroca en una libreta tamaño cuartilla.
Comentamos los disfraces, la gente que grita antes de empezar, la potencia de lo que aún no ha sucedido, la posibilidad de todo que tiene lo que aún no existe. Y suenan las bolas como una lluvia de granizo. “Ahí están mis números”, dice.
Todo empezaba hoy.
Al día siguiente las listas mínimas e infinitas del periódico con todos los números premiados; el subrayador al lado, la ceremonia exquisita de buscar uno a uno los décimos comprados.
Dos mañanas nuestras. Mías.
Hoy tenemos churros para desayunar, con chocolate por imperativo casi moral, 5 o 6 décimos; comprados, regalados, obligados, ilusionados… Suenan las bolas y mi hijo sonríe con la boca llena de chocolate. “Nuestros números están ahí” le digo.
La lotería de mi abuelo Pepe, aunque hoy no esté en ese sillón.
Información básica sobre protección de datos