globo animado

La casa de abuela

La ilustración es otra vez de inmarcesible. No dejen de ver la sensibilidad con la que hace arte.

Mis sueños

Aunque mi abuela murió hace ya unos meses, la sueño con muchísima frecuencia, siempre está viva, sana y vital, y cuando despierto, no tengo sentimiento de pérdida, es más bien como un continuará. La siento cerca, no ausente. No sé explicar cómo sin estar, está, aún tan presente, y es que creo que hay personas que te llenaron tanto  que no nos quedará vida para agotar todas la emociones que nos regalaron. Así yo, cuando la pienso, nunca la recuerdo ausente, a pesar de que lo estuvo al final de su vida, y a pesar de que ha fallecido. Cuando yo la pienso ella sigue en su casa, en su cocina, al lado de la sandwichera intentando prensar un mollete antequerano cargado de mantequilla jamón y queso para dárselo, esta vez no a mí ni a mi hermano, esta vez a mi hijo.

Y una de estas noches desperté después de soñarla y me di cuenta de que podía recorrer la casa de mi abuela con los ojos cerrados, y en mi insomnio perenne me sentí en casa al poder evocar cada habitación, y dejé de sentirme sola, y estancia por estancia pude repasar mi infancia, y siento, que de algún modo, cuando necesite recuperarme siempre podré acudir a esa casa, que ya no existe como la recuerdo, que ya tiene otros dueños y otros armarios, otras voces y olores, pero que en mí está tan viva como lo está mi abuela.

La casa

La casa de mi abuela tiene dos puertas, es un piso enorme en el centro de la ciudad. La puerta noble da acceso a un recibidor y al salón, pero esa se usa poco, en navidad y para visitas ilustres, la nuestra es la otra, la que da acceso a la cocina, que es en realidad el corazón de la casa.

La cocina tiene un suelo de baldosas naranja oscuro. Un suelo de calabaza brillante y tenso, un espacio muy grande para un niño o quizás esta casa, para mí que la disfruté siendo pequeña, siempre tendrá dimensiones de gigante. Al entrar a la derecha hay una alacena blanca de lamas entre las que se cuela el olor a especias, a corcho, a migas de bizcochos, a restos de pan y especialmente a anís. Dentro se acumulan algunas hierbas que ella debe estar probando en infusiones para adelgazar (sí, esta tradición de gordos viene de largo) y a su lado galletas de mantequilla, tortas Inés rosales, tabletas de chocolate blanco,… En esa alacena siempre había algo prohibido para mí, con mis cincuenta y muchos kilos, en esa alacena podías encerrarte cuando jugábamos al escondite, en esa alacena siempre había tesoros escondidos.

Dentro de la cocina hay una habitación pequeña, una suerte de trastero y cuarto de productos de limpieza. Allí buscábamos cuando había que fabricar algún invento, un collage imposible, una llave para un tesoro, una casa de cartón… Allí también montañas de revistas de corte y confección, de bordados, de punto… Y madejas despeinadas de diferentes colores y texturas.

En la cocina los 4 fuegos de una hornilla de hierro, el horno negro enorme, y la sandwichera en la que se prensaban los enormes bocadillos de las meriendas…Pasábamos horas tirados en el suelo mientras ella cocinaba. Olía a puchero, y sonaba a locomotora con el humo de la olla exprés girando en ascenso frenético. En esa cocina volábamos espaguetis cocidos hasta el techo, donde quedaban pegados al lado de la última mano loca que nos habían regalado; en esa cocina sacábamos todos los tuppers vacíos y los llenábamos de semillas y jugábamos a cocinar a su lado, y nunca, en esa cocina nos sentimos solos o tuvimos miedo. Esa cocina debimos llamarla “refugio”.

De la cocina se sale por puerta batiente con un cristal grueso de color caramelo, al empujarla se accede a la sala de estar, una mesa camilla redonda con un tapete de crochet y bajo el cristal, tarjetas de visitas, números de teléfono, estampitas de santos y vírgenes. Un mueble de televisión con un San Pancracio, la mesa del teléfono, un sofá, dos sillas y el sillón de mi abuelo. El sillón de mi abuelo, el genuino, el de verdad, era de piel marrón y estaba gastado sobretodo en los brazos por donde trepábamos los niños para encaramarnos a él. En ese sillón desayunaba pan ahogando los trozos en un charco de aceite. Nunca ví a nadie más comer así el pan… todo aquel aceite derramado en el fondo y restos de pan por toda la mesa.En ese sillón veía los toros y los carnavales de Cádiz, en ese sillón se dejaba poner un gorro y un matasuegras las nocheviejas que pasábamos mi hermano y yo con ellos viendo a Jose Luis Moreno hacer humor casposo para despedir el año.

En el sofá siempre una madeja de lana, de hilo, de algodón… una caja redonda de lata con botones, retales, recortes de revista, agujas de punto… Y una pieza a medio hacer. Un jersey para mí, una colcha para una cama, un vestido para mi muñeca, una puntilla para un mantel. En aquel sillón sorbíamos sopa en platos de flores azules sobre un hule blanco con las esquinas redondas.

Después hay un pasillo. La primera habitación es la nuestra. Una ventana que da a la calle que nunca duerme, una cama junto a la ventana (la de mi hermano) y otra junto a un armario empotrado de 2 cuerpos con puertas en madera oscura (mi cama). Entre ellas una mesita de noche de tablero de piedra blanca (¿mármol?) y estructura de hierro negro y sobre ella una lámpara que es un crucificado sobre una piedra, con una cadenita de eslabones redondos que acaba en una campana para encenderla y apagarla. Frente a las camas una silla donde ella se sienta a contarnos historias que inventa antes de ir a dormir. Una estantería pequeña llena de peluches y muñecas y un par de laminas de ilustraciones de esas de niños redondos con mejillas brillantes, yo diría que de Ferrandiz. En esa habitación noches infinitas hablando con mi hermano lo que pediríamos a los reyes, despertándonos con el ruido de la calle, rescatando a mi hermano del suelo, atrapado entre las cortinas…

Frente a nuestro dormitorio el cuarto de baño de mi abuela, que compartía con nosotros. Bajo el toallero una balanza, a su lado el lavabo con el mueble tras el espejo, frente a él un water y el bidé, al fondo la bañera. Recuerdo la colonia Eno de Pravia vaciada a chorro sobre la cabeza, como me recorría hasta llegar a escocer entre las piernas… Esa filia de las abuelas por las colonias, hoy mi hijo vuelve oliendo a baño en marmita de colonia cada vez que lo ducha su abuela.

Más adelante el baño del abuelo. Ahí no se entra. La puerta entre abierta, la luz encendida, y el ruido metálico de la afeitadora apurando las patillas. Restos de espuma de afeitar y una brocha en el lavabo.

A la izquierda otro pasillo, una puerta que da al salón que no se usa. Un salón enorme y frío con suelo de parqué marrón, un conjunto bajo de  mesa de cristal, sillón de pata de tres plazas y dos sillones a juego. Enfrente el bureau donde el abuelo repasa los papeles, las facturas, los préstamos, los números. Al fondo una mesa de comedor rotunda de madera de pino con sus sillas y una vitrina de 3 cuerpos llena de menaje acumulado como dote, como ajuar. Mantelerías de todos los tejidos y colores, todas hechas a mano, enriquecidas con encajes y bordados, plata expuesta, vajillas de boda, cristalería tallada… Un salón que se llena en Navidad y la mesa se queda pequeña y los niños comemos en la mesa de la cocina traída ese día a salón. Y vuelan las bandejas de canapés, los platos de jamón, la sopa de pelotas de mi abuela, la carne mechada, la bandeja llena de mantecados, turrones y bombones de Casa Mira, esa que durará hasta agosto.  Un pequeño balcón desde el cual veíamos partir a la hermandad de Málaga hacia el rocío.

Frente a la puerta del salón, el dormitorio de mis abuelos. Una cama de matrimonio al fondo. En la mesilla de noche un tríptico religioso en madera y un radio despertador. Un armario de dos cuerpos con espejos en la cara interior de las puertas donde podías verte por delante y por detrás y al entrar, a la izquierda un tocador de madera, con un espejo enorme, joyeros pequeños sobre él y una imagen de Santa Ana enseñando a leer a una niña.

Al fondo de ese pasillo la última habitación, una televisión pequeña, una cajonera llena de camisones hechos a mano que mi abuela guardaba “por si se ponía mala”, una máquina de coser en la que mi abuela nos hizo todos los disfraces del colegio, un sillón, un armario pequeño empotrado y una mesa de piedra desaparecida bajo los periódicos. Sobre la montaña de noticias, una radio. Mi abuelo siempre en ese sillón escuchando la radio y leyendo. Yo vaciando los cajones y probándome todos los camisones jugando a ser un hada.

Al salir del salón por su puerta del fondo (el salón también tiene dos puertas), una figura horrenda de la altura de un niño de 10 años de una mujer que carga dos maceteros y que vista desde el final de pasillo siempre resultaba inquietante. Frente a ella un aparador de patas de burra dorado donde en navidad ponían un misterio y la última puerta, la noble, la de la visita, la que nunca se usaba.

El regreso

Es una suerte poder volver cuando quiera a casa de mi abuela Ana, poder pisar fuerte el suelo de la cocina para enfadar a Estrella, la vecina del 4º, oler a canela y azúcar tostado, oír las historias del pueblo que no tuvo, comer en el salón enorme otra vez, escucharla, tocarla, abrazarla, sentirla conmigo como hoy. Poder regresar a ella y a mí, revisitar el hogar donde he sido feliz.

Bienvenidos a todos a la casa eterna, no hagan mucho ruido porque subirá Estrella.

 

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