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Día del libro

Feliz día del libro a todos mis pacientes, espero que hoy leáis mucho y os lean mucho. Solo inculcando este hábitos desde la infancia lograremos un lector adulto.

Yo recuerdo haber leído mucho, muchísimo.
Y antes de leer me leyeron, y no solo eso, me inventaron historias. Recuerdo a mi Yeya sentada en una mecedora iniciando cuentos rocambolescos con huérfanos y ayudas divinas, de niños siempre pobres y tristes que acaban felices, rosados y gordos, y siempre empezaba «Pues señor, esto era una vez» Y seguramente mi Yeya no había leído mucho, y le habían leído menos, pero inventaba cada día una historia, que siempre parecía la misma, y mi hermano y yo nos reíamos porque  a la mitad, el niño era una niña, le había cambiado el nombre o el color de los ojos, o la madre que estaba muerta al principio, de repente aparecía la final. Pero mil gracias a mi Yeya por todas esas noches de crujido de mecedora.
Mi abuela Ana inventaba historias de un pueblo en el que en realidad nunca vivió, y creaba personajes fijos, inspirados en sus recuerdos propios, a los que le sucedían todo tipo de cosas. Aquí Dios intervenía poco, eran cuentos más de la tierra, menos desdichas, y más cachondeo. Y nos reíamos porque la Elena se comía los tomates preñados de pólvora que iban destinados a los ratones, o porque salía volando un pollito rosa, o de la cara del niño con el merengue aplastado durante horas.
Así que primero, gracias a mis abuelas, que no solo me regalaron las historias y los recuerdos, sino que sembraron en mí las ganas de contar.
En mi casa siempre hubo libros. Mis padres eran socios del Club de lectores, y me encantaba cuando llegaba ese hombre bajito de ojos saltones con un traje siempre grande y feo, colores imposibles para un traje, verde, azul claro, mostaza… Y dejaba allí la revista y yo marcaba con círculos los que quería leer, y cada dos meses tenía un libro nuevo. Leí Los Cinco, Las aventuras de Guillermo, Celia, decenas de libros del Barco de vapor… Y empecé a escribir mis propias historias.
Después llegaron las colecciones de los premios planeta en tapa dura de color rojo, y los devoré todos y cada uno. Los volúmenes de los clásicos en color verde oscuro con un ribete dorado. ¡Leí tanto y tan distinto! Y seguí escribiendo. Me regalaron una antología del 27 con trece años y descubrí la poesía con mayúsculas. Y llené cuadernos de versos propios, y ya nunca paré de hacerlo. Hubo un tiempo en que lo supe todo sobre la residencia de estudiantes, sobre la Barraca, sobre Miguel Hernández.
De adolescente me encantaba pasar un buen rato en la Librería Luces, ojearlo todo, para luego no comprar nada, o casi nada. Pasaba mucho tiempo delante de las novedades de poesía, y en la zona de literatura hispanoamericana. Un día descubrí a Cortázar, lo hice sola, y porque en una librería me leí enterito el relato de Casa tomada. Aprendí que el relato corto era, para mí, el género más perfecto, que contar con pocas palabras un universo, era toda una proeza.
En la facultad leí mucho teatro, mucha poesía y mucho surrealismo. Me encantaba huir del pragmatismo aséptico de mi carrera inundándome de aquellas historias. Y aveces me sentía sola, porque aunque parezca mentira, en la facultad se leía poco o nada.
Escribí mucho, muy desordenado, muy desde las tripas durante todas las crisis de adulta. Escribí tanto que me deconstruí en esos textos, y puede hacerse un esbozo de quien fui solo recogiendo los pedazos que dejé en esas libretas.
 Hoy sigo escribiendo como cura, como siembra, como promesa de futuro. Y leo menos de lo que quisiera, pero leo, y les leo a mis hijos, y tienen su propia biblioteca, y nunca falta una historia antes de ir a dormir.
Feliz día del libro a todos mis pacientes y a todos los contadores de historias. Gracias por las alas.
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