globo animado

Verano 1992

Las baldosas rojas del paseo marítimo, con aquel relieve redondo para no resbalar, el mosaico rojo y blanco del suelo de la entrada a la playa, los puestos del paseo, los chicles trident de «fruta» de color naranja, el olor dulce que dejaban en la boca.

Mastica hasta deshacerte, con la mandíbula dolorida, y la boca seca, como si aquel  trozo de goma estuviese robándome el alma, unos shorts imposible de tela amarillo fosforito ya desapareciendo en torno a la ingle y exponiendo los muslos rosados e inmensos.

Los escalones de piedra llenos de arena, las sandalias de los guiris, la tela de flores de los colchones de las hamacas, la gorra de tela del amigo de mi abuelo «el triste» que quizás se llamaba Nicolás, pero que siempre fue el triste porque repasaba esquelas y noticias negras para contárselas a mi abuelo al sol, sentados en la arena de agosto llena de niños y cubos de colores.

El mar como un plato, caminábamos mi hermano y yo hasta perder pie, buscando ermitaños y haciéndolos correr por la palma de la mano.Tragando océanos llenos de peces grises con los ojos de fuego y la boca helada.

La esterilla vieja del abuelo y la bolsa de deporte con las toallas que olían a casa, a cajones repletos de camisones tejidos a mano, a beso de mi abuela.

Mi abuelo con sus piernas como un desierto negro al sol, abriéndose la piel mostrando el inicio de un abismo de sal en cada línea. El modo en que saltaba al agua como saltan los peces libres sin temor al graznido de las gaviotas. Y nadaba lejos, porque el mar es para surcarlo, para partirlo con brazos y piernas en una estela de lunes pospuestos.

El camino de vuelta, el hambre bajo la camiseta, la sal que escuece, las fotos imposibles de los platos combinados del restaurante de la plaza, paella, huevo frito y patatas, todo dispuesto como en un bodegón de Arcinboldo, y el olor a aceite viejo a la orilla de las terrazas.

La fuente de la plaza en la que un día rescatamos a un pájaro que metimos en la gorra de mi tío, un pájaro que alimentamos con jeringa en la terraza de mi abuela, y que no sé si voló o  murió, porque en el agosto de 1992 solo existe la vida.

La terraza donde una vez almorzamos pescado frito celebrando Santa Marta, la cuesta, y la otra cuesta, y la última cuesta, con el cuerpo aun lleno de arena y las piernas apretadas guerreando contra los restos de playa acumulados entre los muslos, heridas de mar.

La verja de la entrada a la urbanización, los coches de los ingleses, aquel de lata verde sin techo con las manivelas en plata muy brillantes donde fantaseaba con huir por calles de adoquines rosas.  El olor húmedo de tundra del hall, los suelos fríos y brillantes de mármol, el tapiz de la pared, el ascensor sonando como un ascenso al cielo, los botones redondos y enormes, el 5, la puerta de casa de mi abuela, la madera oscura, los relieves geométricos, la cocina diminuta, mi abuela. Las manos de mi abuela blancas, su abrazo y las croquetas derramándose calientes. Las patatas revueltas con huevo, tostadas, los filetes de pollo empanados rizados sobre el la fuente de flores.

El tapizado del sofá, la tela de mariposas de la alacena, la terraza volada por el viento, las cacas de las golondrinas en el alféizar y la letanía de mi abuela mientras las limpiaba.

La siesta en ese sofá, con la piel ardiendo y la barriga llena, la tele con otro informativo, y los anuncios de juguetes, y mi abuela otra vez levantada preparando roscos, o flores de leche… el olor a canela y freidora.

La vida resumida en recuerdos, la nostalgia en grado máximo, las ganas de revisitar lugares que no existen, de recordaros un rato cada día, para nunca dejaros marchar.

 

 

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