globo animado

Los helados de mi infancia 2: El ciclón

La fiesta de final de curso en mi colegio de primera infancia era todo un acontecimiento. Oigan y asómbrense, dos escenarios ¡Dos!, puestos de comida, de helados, música de moda, invitados a tutiplén… no había limitación, abuelos, tíos, hermanos, hasta vecinos.

Las monjas andaban revoloteando nerviosas y exaltadas, dirigiendo los grupos de baile, las demostraciones deportivas, los cánticos desafinados y pasionales de aquella caterva de niñas (sí, solo niñas, la revolución llegaría poco después, pero en aquel momento aún nos tenían separados y aquello era solo un colegio de niñas).

Y todo era genial en la fiesta de final de curso, salvo la indumentaria. Yo recuerdo los terribles maillots rojos brillantes que había que comprar en “El río de la plata” ( «Si no lo tiene Río de la Plata, no lo busque porque no lo hay»)y las faldas de tablas diminutas y las victoria rojas a juego. Me recuerdo (y lo peor, existen documentos gráficos) embutida en ese uniforme de fiesta clavándome los límites del maillot, volando la falda dando vueltas con la gracilidad de un buey.

Mis amigas estaban guapas, Teresa con su piel dorada y sus piernas larguísimas, Inés tan rubia y alta, Begoña y sus ojos enormes… Yo me sentía una extranjera en aquel grupo de baile descoordinado y sin embargo tenía la fuerza de una folclórica airada. Por si lo dudabais, yo lo daba todo.

Y cuando se acababan los pinchitos y las hamburguesas, mi hermano corría a la barra a comprarse su helado Ciclón, un helado que solo vi allí, en las fiestas de mi colegio, y en unos segundos regresaba con la boca pintada de chocolate y los cristales de las gafas llenos de churretes.

 

Charlábamos las niñas sobre el verano a estrenar, los chupetes de plástico colgados de las muñecas junto a los chinitos de la suerte. Alguna cantaba una infamia de Onda Vaselina y otras mostraban orgullosas las trencitas de su pelo. Se acercaba una monja a darme la enhorabuena “Hay que ver lo bien que has bailado”, “ Qué graciosa es” le decía a mi madre y yo orgullosa sonreía porque no soy de falsa modestia, lo que es, es, y yo estaba como un sollo pero tenía mucho arte.

Mi hermano continuaba apurando el ciclón, y nos despedíamos, ya de noche, esperando que ese verano por fin me tocase el estirón prometido, ese que mi madre decía me devolvería la silueta de una sirena. Y entonces, el año que viene no solo sería graciosa, sería además guapa dentro del ridículo maillot del Río de la Plata.

Y que no se me moleste ninguna bodypositive, estar gorda a los 10 años era una putada en 1994. Por muy bien que bailase yo “Calendario de amor”.

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