La felicidad era esto

¿Pensáis en la felicidad? La felicidad como concepto abstracto, como absoluto; la felicidad como deidad, como una fé antigua, como chamánica… Para mí la felicidad ha sido siempre un todo inalcanzable, una especie de medusa a la que no debes mirar mucho tiempo, una suerte de arca perdida o caja de Pandora. Felicidad como meta imposible para mantener la lucha.

Eso es la felicidad. Un empuje, una promesa que no se materializa, un ojalá para siempre.

Y así este concepto ha tenido muchos nombres distintos, y han podido ser unos brazos, una tarde de domingo (y mira que son odiosos los domingos por la tarde), una lluvia de repente, una voz distinta, una sensación de vuelo aun con los pies atados, el agua helada en la espalda, los pies perdidos en la arena, ese último verso en el que por fin se resume todo, el “Yo minoría absoluta” a tope en un coche con las ventanillas abiertas, un beso con lengua en una cocina deshecha, un recuerdo, una mañana sin nombre, un cuerpo.

La felicidad era esto, era conquistar pequeños espacios. Era ir colocando una bandera blanca en la cima de algunos instantes. Nunca fue rendirse, fue mas bien dejarse flotar.

Y así, felicidad, abstracta e imperfecta, te disfrazas de imposible, como una Diva, como un dios extranjero, y jugamos, los mortales, a buscarte creyéndote con tanta fuerza que a veces temo que esa ansia sea la que nos parta todos los huesos.

Caídas de trapecios infinitos por intentar mantener equilibrios de pájaros, nosotros, hombres sin alas, en continuo vuelo fallido.

Pero, ya digo, la felicidad no era esto, la felicidad no existía, como no existen tantos dioses, ni tantas noches de reyes. La felicidad se fragmenta en cristales azules y solo en esta forma imperfecta es de repente un concepto posible.

La felicidad era esto. Era dejarse flotar.