globo animado

Feria

Yo de flamenca siempre me veía guapa, los inmensos volantes me tapaban las carnes y aunque parecía una mesa camilla en un salón de otoño, yo me veía guapa. En feria era obligado al menos dos o tres paseos por el centro, con toda la familia, que no falte nadie, que se pasa lista. La calle Larios llena de caballistas, y de grupos rocieros, de tenderetes de abanicos, de chumberas cuajadas de jazmines, de cañadú, de tamboriles y castañuelas. La feria olía a cagarros de caballos mansos, a pescaíto frito, a caseta de San Miguel atestada, a jazmines al caer la tarde. Caminábamos por las aceras y yo me miraba los pies pequeños bajo los volantes, con alpargatas de Hinojosa a juego con mi vestido, y volaba las tiras bordás a cada paso, y me sentía poderosa y libre, ya ves, que libertad más tonta, pero qué verdadera, mucho antes de saber que era estar empoderada, yo me empoderaba, debajo un quilo de lunares fucsias.

Nos pegábamos a los grupos que cantaban en la calle, bailaba lo que me echaran allí donde fuere, y no me importaba que me mirasen, porque debajo de tanta tela, yo era una niña volando, y me enredaba los dedos en lo mantones, y no me faltaba ni un cruce en la cuarta, y la viejas comentaban qué arte tiene la chiquilla, y a mi me daba igual estar gorda porque en feria las gordas no se echaban de más, como en la playa, en feria yo era una niña con arte, no una gorda en bañador con los muslos en carne viva.

Almorzábamos en alguna caseta, de las de antes, de las de manteles de papel, si es que había, de la de peña de amigos, de la de tickets y pimientos y berenjenas fritas, y ahora pide una de queso, y una de jamón, y rellena el catavinos que lleva al cuello el jinete, y ponme otra vez a María del monte que voy a bailar con mi prima, con mi madre, con mi abuela, que hasta mi abuela baila hoy, como si hoy solo hubiese razones para agitar la manos, como si todos hoy pudiesen volar en una fiesta de cadenetas verdes y moradas, en una suerte de farolillos al aire.

Y se saludaban los vecinos y los visitantes, y se convidaba a otras mesas, porque en todas había amigos, y atardecía y yo seguía bailando, y a mi hermano le habían comprado una bola de esas en las que siempre sale un juguete no apto, lleno de piezas de plástico pequeñas y letales, y los desmontaba y montaba en un rincón, y no protestaba, aunque quisiera, y aguantaba horas, y seguíamos brindando por hoy y por mañana y por todo lo que teníamos en aquel instante en que no faltaba nadie.

Yo echo de menos los olores, las calles repletas de música, los volantes, las trenzas de espiga, los enganches y hasta el albero de la Plaza de la Marina, las mangas de colores agitando el aire en las aceras, las cintas de los panderos, los olé de cualquier boca.

Caminábamos cansados calle Victoria arriba, y el barrio era un desfile de flamencas de recogida. Mi abuelo aún tocaba las palmas, a mi me dolían los pies, y aún así continuaba bailando, porque debajo de aquel vestido yo seguía siendo una niña voladora.

 

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