
El fin del verano
Lo mejor del verano, sin duda, es que se acaba. Pero es un final lento, un final de arena que resbala en formas distintas siempre con olor a sal amarilla y con la luz azul con que atardecen los espigones.
Lo mejor del verano es el fin del verano, los últimos días que aún quedan y que casi nadie se detiene a adorar.
La mayoría habla ya del fin de una estación, amontona novelas absurdas con las páginas mojadas, acumula los trajes de baño al fondo de un armario, sepulta las sombrillas, desecha las cremas solares y vuelve a escuchar al locutor de la mañana. Irrumpe la crisis climática, y el precio de la luz, y la amenaza del gas, y la pantomima de yo mal pero tu peor, y todo se vuelve asfalto de repente. El asfalto brota de entre las piedras, sobre los arroyos donde mueren ahogados los peces, asfalto conteniendo las olas en las orillas de las extintas playas, asfalto al borde de la azotea donde tomaban el sol los adolescentes, en las plazas en que bebían y cantaban, sobre los colchones de las casas sin puertas donde el verano reside siempre.
Y pareciera que septiembre asolara todo un verano, las seis letras brillantes colgadas al borde de una autopista, sucias, perdidas. Septiembre que viene a devorarte la piel bronceada, el sexo urgente, los labios mojados de crema helada, los pantalones cortos, las chanclas de dedo, las picaduras de mosquito en los tobillos, el fondo de todas las copas, las risas de los lunes, todas las lunas de agosto.
En esta orilla todo es espuma y no oigo los gritos de los que anuncian el fin de todas las felicidades. En esta orilla se escribe el final del verano en una danza caliente de cuerpos desnudos. Y me ensucio de luz amarilla que escuece y me inundo de las últimas conchas azules que acabarán también sepultadas por la emergencia de un domingo de otoño.
Pero todavía no.
Todavía me atardece el verano.
Información básica sobre protección de datos