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Los helados de mi infancia 3: El drácula

El verano apuntaba ya maneras a principios de junio, mucho antes de inaugurarse. Las monjas nos permitían ir quince días sin uniforme y las niñas nos volvíamos locas con creativas indumentarias. Yo, en mi línea, camiseta born to be wild con un bebé enorme dibujado y shorts color salmón con lunares blancos…Decía que en aquel inicio de junio ya todas vivíamos en verano, se ensayaban los números de la fiesta de fin de curso y por fin, vacaciones.

Mi amiga Lucía Garrido (nombre falso porque he visto, que esto de cambiarles los nombres  a la gente da glamour al relato y además, es un detalle menor, las protege de ser reconocidas) vivía en una urbanización muy chula cerca de la playa con algo que llamaban “zonas comunes”. No sé a ciencia cierta qué tamaño real tenía aquello, pero lo recuerdo enorme. Lucía era mi muy mejor amiga. Tenía un pelo liso castaño como una cascada de alquitrán, siempre sonreía, la piel morena muy brillante, como si alguien se hubiese entretenido en borrar cada mancha, cada arista, y los ojos negros y húmedos. Lucía jugaba al baloncesto, era scout, tocaba no recuerdo qué instrumento, y tenía 6 hermanos mayores.

 

Como decía, Lucía me invitaba cada San Juan a su urba a jugar a saltar hogueras. Y es que armaban una fiesta muy profesional, con su orquesta de feria, actuaciones de los niños del vecindario, una gincana, puestos de comida y multitud de prepúberes dando vueltas desorientados como ciervos deslumbrados por unos faros.

A mi me sorprendía como en esta urbanización todas las niñas eran guapísimas (por el mismo misterio que hace que no sobreviva una fea en Pedregalejo, o una gorda, o una mujer incapaz de combinar en tonos nude). Pero sin embargo la más guapa era una rubia menuda, que se paseaba sobre unas piernas infinitas, con los ojos enormes como dos almendras tostadas de las que pregonaba (y pregona) el vendedor de calle Nueva. No sé cómo se llama, así que mejor, no tengo que elegir otro nombre de mentira, fíjate que lo he olvidado, o tal vez nunca lo supe, pero a ella no la olvidé.

Tendría trece o catorce años, creo que era dos o tres años mayor que nosotras, no recuerdo a qué colegio iba, pero no era al mío, parecía una bailarina de ballet clásico pero con el descaro de una cabaretera. A su alrededor revoloteaban los chicos de quince como moscas y ella se reía con la cabeza inclinada a un lado, agitando el aire con los dedos, celebrando huracanes de testosterona a su paso. Recuerdo que comía un helado Drácula, lo sé porque se había pintado los labios con el rojo pegajoso que dejaba el dulce. Se reía con unas carcajadas estruendosas que agitaban a las luciérnagas, y a la luz de una hoguera brillaba su boca desbordada de azúcar roja como una herida en un cuerpo adolescente.

Yo la miraba como quien descubre un animal nuevo, la estudiaba para poder luego describirla (mírenme aquí, casi 30 años después, recordándola al detalle), me hacía mi cuaderno de campo sobre la fauna sorprendente y sin duda, al lado de esta niña sin nombre, pondría una estrella de plastidecor amarillo… era la Barbie Super Star de Villa Clara.

“Me voy a pedir un drácula” le dije a Lucía. Mordí el helado y el frío me quemó la boca que quedó empañada en una gran mancha roja. Me miré en la luna de un coche, qué lejos estaba de Barbie Super Star, mi cara era la de una niña con churretes, la suya, la de un deseo recién estrenado.

Muchos años después la reconocí en una señora que vociferaba sentada en las rodillas de un inflamado chico de gimnasio, en telecinco y en prime time, los ojos intactos, la boca ya solo un cadáver exquisito de aquella que encendía las hogueras de desorientados adolescentes. Amanda, se llamaba, o tal vez no, ya saben, el glamour de cambiar los nombres a los personajes de una historia medio cierta.

 

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